Leonel de la Cuesta: Paisano y falsificador… 18 febrero, 2017
Fabio Murrieta
Ya he dicho que no me gusta escribir sobre los amigos que se van, y lo sigo haciendo, pero no es mi culpa, son los buenos recuerdos los que me traicionan…
Debo decir que Pinar del Río, para mí, suena diferente cuando lo escucho cantado por Beny Moré, y cuando se lo escuchaba decir a Leonel de la Cuesta…
La noticia me la ha dado Orlando Rossardi. Acaba de fallecer Leonel, ensayista, pedagogo, traductor y jurista de reconocido prestigio, profesor durante varias décadas en FIU, pero, por sobre todo, buen amigo y… pinareño…
A Leonel le conocí porque se apareció en Cádiz allá por el año 2001, durante el I Congreso Con Cuba en la distancia.
Previamente habíamos intercambiado unos mensajes muy correctos a través del correo electrónico, y para mí era un tipo muy serio, muy formal, que no sé por qué se me antojaba de difícil trato (quizás por la enorme cantidad de cartas que me pidió para poder tramitar su viaje a España), hasta que le veo venir, con una sonrisa de oreja a oreja, más fresco que una lechuga, y me dice «¡paisano, por fin nos conocemos, yo también soy pinareño!»; nos dimos un abrazo y como ambos llevábamos prisa añadió mientras se alejaba: «¡luego te cuento algo!»…
Me quedé con la intriga, hasta que en la cena de intercambio del congreso se me acerca, con cara de no haber roto un plato, y me dice: «hijo, que la burocracia en Miami es muy absurda, y al final me volvían a pedir tu firma, así que nada, yo mismo cogí, la recorté, la pegué en una carta y la fotocopié, para que no te asustes si voy preso al volver», y rompió a reír a carcajada limpia, como un niño que hubiese hecho una travesura. No pude hacer otra cosa que comenzar a reírme yo también, porque aquello era como una ruptura en el sistema, que dirían los estructuralistas.
Tiempo después tuve la oportunidad de devolverle la «estafa», ya que sabiendo que iba de visita a Miami, me pidió que por favor le comprara unos libros en España. Cuando le entrego los libros, me da el dinero, y a continuación me extiende un recibo para que se lo firmara; yo lo miro, dudando, como preguntándole para qué necesitaba el recibo; él se da cuenta, me mira y me dice: «es para el fisco, para desgravármelo, que aquí son muy exigentes con todo eso»…
Le firmé el papel, nos despedimos, y ya desde la puerta me volví y le dije, «te he firmado el papel, pero que sepas que esa no es mi firma, porque no me fío un pelo de ti…», miró el papel, cayó en la cuenta de la anécdota, que poco antes habíamos rememorado, junto a Rossardi, que nos acompañaba, y allí se quedó, con aquella risa contagiosa, con la que siempre le recordaré.